New Orleans | La llegada
Vine a New Orleans para hablar con las brujas, pero me encontré con los cuervos.
Vine a New Orleans para hablar con las brujas, pero me encontré con los cuervos. Y no es lo mismo. Por más que nos hayan dicho que estas aves son “familiares” de las mujeres sabias, acompañantes de cánticos y conjuros; la verdad es que ellos heredaron la tierra primero. Los cuervos son maestros.
El Paso International Airport, Texas. Martes, 12 de marzo.
—Please respond verbally to the questions that I’m going to ask you.
Levanto la vista de mi cuaderno de notas para corresponder la mirada de la azafata. Su voz es firme, pero mantiene la expresión amable.
—First, are you aware that you’re sitting next to an emergency exit?
Yes. Los pasajeros del frente solo asienten con la cabeza y la azafata repite las instrucciones. De pronto recuerdo que el pronóstico del clima anunciaba tormentas eléctricas en NOLA tres días antes de mi viaje.
—Second, are you aware of the responsibilities that come up with sitting next to an emergency exit?
Esta vez todos le sonreímos con cara de circunstancias. Solo Mary, mi compañera del asiento del medio, desarrolla su respuesta: —Just opening the door, right? If something happens?
La azafata prosigue:
—Check yourselves. Will you be able to assist us if we need you?
Me entran ganas de tocarme las piernas como si necesitara reafirmarme que están allí, que son funcionales. Mary me guiña ambos ojos tratando de aliviar la tensión que el interrogatorio de la azafata ha dejado en el aire. Nothing is gonna happen, dice, mientras le da un apretón a la mano de su esposo, distraído con la ventana.
Respiro y saco la novela que traje para aguantar el vuelo. Malasangre, de Michelle Roche Rodríguez. Las oraciones se sacuden cada vez que una azafata me propina un caderazo al cruzar por el pasillo del avión. Me rindo. Tengo demasiada adrenalina para dormirme. Repaso mis apuntes, mis garabatos. Las letras parecen trazos bailando merengue sobre la hoja.
En la memoria escrita hasta ahora está Jonathan, el taxista de Uber que trató de cambiar la música cuando la lista de reproducción arrojó el opening de un anime. La opción inmediata era una canción de los Foo Fighters. Le pedí que me permitiera escuchar la anterior, me gustan los openings. Por supuesto, terminamos hablando de anime y el fan en él se reveló en todo su esplendor cuando le comenté que me encantaba Hellsing. Resulta que Jonathan tiene las ediciones de colección de la serie tanto en DVD como en Blue-Ray. Paladeé la casualidad de hablar acerca de un anime de vampiros en pleno inicio de mi “aventura”. Me despedí de mi ride chocando los nudillos.
Después de que el avión despega, espío a mis vecinos. Dos asientos más adelante, en el 15C, está Ruth. Sé su nombre porque lo escribió en su iPad. La mujer le envía un mensaje a la niñera de sus perros donde le avisa que dejó un par de botellas de agua en el estante derecho de la nevera. Luego vuelve a la pestaña del buscador en la que está viendo la peli de Priscilla. Logra terminarla justo cuando aterrizamos en San Antonio.
* * *
San Antonio International Airport, Texas. 1:31 p. m.
Chicken tenders, okra (quimbombó) frita y una ensalada. 15,53 dólares. Tomo agua.
Cloudy afternoon but I’m not cold.
Anoto la ruta del RTA y otros autobuses que me llevará al Airbnb. Quiero usar el transporte público para empezar a patear calle como es debido. No me termino la okra, la textura es demasiado babosa.
En el vuelo de SAT a NOLA escojo la ventana y, una hora más tarde, Louisiana resplandece bajo el sol vespertino, serpenteando en las venas acuáticas que atraviesan el verde los campos y los pantanos. Aguzo la vista, pero no distingo ningún cocodrilo. El agua del Misisipi, mansa y marrón como el papelón, lo abarca casi todo.
* * *
Louis Armstrong New Orleans International Airport, Louisiana. 4:00 p. m.
RTA - Exit 3 - Unidad 202
—Where ya going?
El acento del conductor del autobús suena igualito al de Goofy.
—Loyola and Tulane?
—Lahyohlah? Where ya going in LAHyohLAH? LAHyohLAH and what?
—Ehm, Tulaine?
—Yeah! We’re going there! Hop in!
Las ventanillas de la unidad están recubiertas por una especie de papel polarizado que difumina la vista de la ciudad, aunque no lo suficiente para anular las construcciones. Mucho tráfico, andamios como en New York y vallas prometiendo grandes complejos habitacionales. El ambiente se ve gris, tal vez sea por el papel. En el asiento de al lado, una pareja vietnamita se hace carantoñas con las manos. La chica trae puesto un tapabocas, es posible que sea la única que ha tomado esa previsión.
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Al tercer Hey, babe, watcha doing so lonely? acepto que estoy perdida. Culpo al GPS y tomo una foto de la señalización en Perdido St (la ironía). Solo me felicito mentalmente por ir ligera de equipaje. He pasado dos veces frente a una iglesia y caminé bajo un elevado minado de tiendas de campaña. La vibra es densa, se me está acabando la batería del celular (nota mental: si vas a viajar sola, ten a mano un power bank, Natasha Andreina). Ni modo, toca pedir un Uber. Si me agarra la noche en la calle, se va a complicar la cosa (es el primer día apenas, voy a tener muchas oportunidades de ponerme en riesgo). Me atrinchero en un edificio médico (lo más apolíneo que puedo hacer) en la 240 S Galvez St. y Jose /JouSEH, sin tilde/ llega al rescate a las 5:52 de la tarde. Aprovecho de preguntarle por sitios para visitar, sitios a los que él iría. Lo primero que hace es prevenirme contra la Bourbon St. I was born and raised here and I hate Bourbon St. If you wanna listen to music go to Frenchmen St instead. De lugares para comer recomienda Dizzy’s y da un aplauso antes de asegurar que ese restaurante prepara el mejor pollo frito del condado. Él fue a la escuela con el hijo del dueño. Something that happens when you eat a lot of good food is that you gain some pounds, comenta a propósito del porqué hace rato que no se aventura en los restaurantes de comida creole, pero agrega que si se me antoja un Shrimp creo, Melba’s es una buena opción. Mi host del Airbnb, Krystal, también lo recomendó en su mensaje de bienvenida. No fue lo único que mencionó…
—Is it dangerous to walk the streets at night?
—I wouldn’t recommend it —dice Jose— you better find yourself some company if you want to be on the streets at night. I live here and I don’t venture on my own.
—Noted. Thanks.
Llegamos a Music St. La casita turquesa está sobre la acera de una calle angosta y húmeda. Hay rastros de Mardi Gras y St. Patrick en los varandales de las viviendas circundantes; una horizontalidad que los rascacielos en el upper side de la ciudad empiezan a interrumpir. Now, this is not the best neighbourhood to be, I’d tell ya, Jose me echa una mirada por el retrovisor, parece genuinamente preocupado, but I haven’t heard of anyone assaulted or murdered on the street yet, añade con una carcajada. That’s good news then!
La casa tiene forma de L. Dos chimeneas tapiadas y decoradas con marabús y máscaras de carnaval. Dos camas queen en las que no voy a dormir porque ya le eché ojo al sillón azul de la sala, que está estratégicamente frente al televisor y es perfecto para soportar mis terrores nocturnos. La cocina da hacia un patio modesto en el que cantan los cuervos y se asoma el cobertizo destartalado (demasiado destartalado, un cuerpo enfermo y podrido) del vecino. La malla metálica del lado derecho conecta con el patio de las vecinas, a las que escucho hablar y moverse por su casa como si las tuviera en mi piso. Avanzo de puntillas para mitigar los crujidos de la madera, voy a ser el fantasma de esta casa.
A las 7:00 p. m. estoy andando por la alameda de la avenida St. Roch. El nombre me resulta acertado: San Roque es patrón de los peregrinos, de los minusválidos, de quienes han sido acusados injustamente, de los solteros… y de los perros. En la tasca homónima ubicada en una esquina de la avenida hay un golden retriever que mueve la cola cuando me ve. Escaneo la zona: una barra decorada con luces de neón, un área de maquinitas de apostar; al fondo: un ambiente híbrido con mesa de billar, juegos de pinball, los baños, pista de karaoke y una silla de barbero. Sobre la barra y un par de mesas descansan los menús de comida, pero ponen El Caimán Gordo en vez de St. Roch Tavern.
Martha, la bartender, me explica que la tasca comparte anexo con un restaurante de comida colombiana. Si quiero ordernar algo, debo pedirlo con ellos. A continuación, me destapa una cerveza local y me pide los 3,50 dólares que vale en cash. No aceptan tarjeta. Saboreo el gusto acentuado de la malta y la cebada. He perdido la costumbre de llevar efectivo encima pero, por suerte, traigo sencillo. Martha me recibe el billete con un zarpazo, el delineador se le chorrea por las comisuras de los párpados debido a la humedad. Es rubia, alta y tiene un vozarrón para el country. De eso me voy a enterar unos minutos más entrada la noche, cuando activen el karaoke.
Tengo hambre. El Caimán Gordo cuenta con dos mesas y el dueño ha hecho un esfuerzo por colgar banderines con su tricolor nacional en las columnas. Cerca del mostrador, puestas en la tapa de un galón de agua, se ven una botella de Pony Malta y Postobon, respectivamente, más una lata de cerveza águila. Me causa curiosidad saber cómo llegaron a montar ese negocio allí, en New Orleans, pero la muchacha de la caja no habla español. Hacemos code-switching: my boyfriend is a second generation. He grew up in California but his mom is Colombian so this is the food of his childhood and he makes it as a way to honor it. Le agradezco por la información y ordeno una ración de empanadas. Nada de beber. No se subleva una a la Pony Malta jamás. El local, aunque pequeño, tiene buena clientela. Pronto se arma una cola de seis personas, los últimos en pedir son mexicanos. Lo sé por el acento y porque, al igual que yo, trataron de hablarle a la cajera en español. Es un restaurante “latino”, después de todo.
Los mexas trabajan para una constructora y se llaman Diego y Jaime. Diego es el más conversador de los dos. Enseguida me pregunta por las arepas y por la rivalidad con los colombianos. No suelto prenda. Le respondo con otras preguntas y me cuenta que hace diez años cruzó con su familia originaria de Tamaulipas y desde entonces se traslada según las pautas de la constructora. Esa noche él y Jaime están en El Caimán porque hubo un rollo con el contrato y no han podido iniciar la faena. Lo bueno es que la empresa no les puede suspender los pagos porque se trata de un error burocrático de su parte. Hablamos de otras cosas: la flojera de los gringos por cocinar, las ciudades que Diego ha visitado, la casa de Marie Laveau, presunta practicante vudú cuya casa está en NOLA. La han intervenido mucho, comenta Diego, luego agrega que su plan de hoy era ir a pescar, pero les dio hambre. Jaime se mantiene ausente del diálogo hasta que lo interpelo. Él acaba de cumplir cuatro años en Estados Unidos.
—¿Qué es lo que más extrañas de tu tierra?
Se lo piensa unos segundos. —La libertad.
—¿Cómo así? ¿Acaso no estamos en el país de la libertad?
—Nah. Aquí uno no puede salir así como así, hablar con la gente… la libertad es una ilusión.
Terminamos de comer y nos pasamos a la tasca por una cerveza. Pida usted que yo no sé inglés, yo la invito, dice Jaime. Acaban de encender el equipo de sonido para el karaoke y un par de francesas desafinan frente al micrófono. Nos sentamos en una mesa junto al altar de muertos que exhibe el local.
The world is a shittier place without you.
Veo mi primera muñequita vudú. Diego y Jaime me animan para que cante, pero me apabulla la presencia de Martha, que corrige todos los males y entuertos con su performance country. Me pregunto si alguna vez quiso probar el estrellato y acabó desilusionada, reservándose para la audiencia de turno, los insomnes y los zancudos.
—¿Qué tanto escribe usted ahí? —pregunta Jaime.
Alzamos la voz y nos inclinamos frente al otro para hacernos entender por encima de la música. —Registro lo que veo. Hago recuerdos con palabras.
—¿Cómo?
—Escribo para que no se me olvide que conocí a dos hombres tamaulipecos que no pudieron ir a pescar.
Ambos se ríen.
A las nueve de la noche me despido de ellos. ¿Y se va a ir sola? Contesto que sí, que si veo gente en la calle, me les pego detrás y ya. Estoy a siete minutos de la casa.
—Pero es peligroso andar sola de noche. Aquí en la esquina hay unas cruces de que mataron a alguien hace poco ¿no la vio?
—Con más razón mejor agarro camino de una vez.
Les estrecho la mano y les agradezco la conversa.
La noche en New Orleans es el ala de un cuervo. Su plumaje antiguo te barre la espalda, te eriza de adentro pa fuera. Me topo con una pareja que zigzaguea sus tragos por la acera. Supuestamente, no se puede beber en la calle, pero a la muchacha le da igual, hace un par de paradas y se empina la botella. Chequeo el GPS: estoy a cinco minutos de la casa.
Me tocan corneta.
El rostro de Jaime me saluda en el asiento del copiloto. La noche nos multiplica las sombras.
—¿Qué tan lejos vas? Nosotros te llevamos.
Acepto el ride porque siento la garganta llena de plumas. En la parte trasera de la Van hay dos cañas de pescar.
—No estoy tan lejos —le dicto la dirección a Diego.
—Eso parece, pero yo prefiero llevarla. No sea que le pase algo y luego digan: “La última vez que la vimos andaba con unos mexicanos”—bromea, pero se le sale lo papá. Tal vez le gustaría que alguien más tuviera ese gesto con su hija si ella llegara a necesitarlo.
Me dejan sana y salva en la casita turquesa de la Music St.
Pongo seguro a la puerta (no tiene rejas y eso me genera un poquito de ansiedad). Hago una lista de los sitios que quiero visitar mañana. Resisto la tentación de ir al patio, no estoy segura de respirarme esta noche aún. Me echo en mi nido improvisado sobre el sofá con las sábanas que encontré en las gavetas.
La casa de Tennessee Williams será parada obligatoria, me digo, si bien debo aclarar que yo no vine aquí a gritar por Stella.
Yo vine a ser mi propia versión de Blanche Dubois.
Bonus
Un paisaje sonoro de NOLA:
Gracias por este vistazo. 👏